Las guerras en Medio Oriente son tan difíciles de entender desde esta parte del planeta porque nos cuesta ver que el conflicto no es por territorios ni riquezas, sino por valores religiosos y filosóficos.
10:40 | Sábado 05 de Julio de 2025 | La Rioja, Argentina | Fenix Multiplataforma
Pasaron casi dos semanas del fin de la guerra entre Israel e Irán y 638 días del conflicto en Gaza, y Occidente sigue sin comprender por qué es la pelea. Lo que desde acá suele leerse como un enfrentamiento por territorio o recursos naturales, desde allá se vive como una batalla existencial, atravesada por creencias religiosas, visiones del bien y del mal, e ideas filosóficas sobre cómo debe organizarse la sociedad. Esa diferencia de perspectiva no solo dificulta la comprensión de lo que pasa en la política global: también revela hasta qué punto la civilización occidental ha perdido noción de sus propios valores, de su identidad.
Más allá de que Donald Trump selló el desenlace de la guerra en 12 días, lo que terminó es solo la fase más violenta. Pero la cuestión de fondo sigue, aunque no con las mismas condiciones. Hoy Israel está fortalecido. Irán, debilitado. Pero la esencia del conflicto sigue intacta: lo que está en juego son cosmovisiones irreconciliables.
Desde la óptica israelí, lo que se defiende es el derecho a vivir en libertad sin estar bajo amenaza constante. Desde la lógica iraní, un régimen que nació en 1979 para imponer en Irán y en todo Oriente Medio una interpretación política radicalizada del Corán, esto forma parte de una guerra santa. Claro, además hay política, geopolítica, cálculo militar. Pero el núcleo corresponde al orden de lo simbólico.
Eso explica que, pese a la debilidad económica y a los golpes recibidos, el régimen iraní siga en pie. Porque esa visión radicalizada encuentra adhesión. Hay sectores importantes de la sociedad iraní que se sienten representados por esa ideología extrema. Eso se vio en una de las escenas más perturbadoras de los últimos días: la “ceremonia de los infantes de Hussein”, en Teherán. Mujeres con bebés de menos de un año, vestidos como si fueran pequeños soldados, pequeños terroristas, los alzan y los ofrecen como mártires. Literalmente y en pleno siglo XXI. Cientos de madres, para rendir homenaje al hijo de seis meses del imán Hussein, muerto en la batalla de Karbala en el siglo VII. Esa escena, que tiene una raíz religiosa, es también profundamente política. Porque muestra hasta qué punto esa visión tiene arraigo en la sociedad.
Escenas con el mismo aire de familia se están viendo en países donde tiempo atrás algo así hubiera sido inimaginable. Por ejemplo, Turquía, que durante décadas fue el experimento más exitoso de secularización en el mundo musulmán: único miembro de la OTAN en Oriente Medio, primer país islámico en reconocer a Israel, con un gobierno laico que limitó el papel de la religión en la vida pública y que en muchos sentidos trató de copiar el modelo occidental. Otros tiempos.
Hoy, bajo el mando del sultán Erdogan, Turquía ha ido girando hacia el islamismo, el movimiento político que propone que el islam no sea solo una religión privada, sino que domine todos los aspectos de la sociedad. Ese giro le funcionó a Erdogan porque la sociedad turca terminó rechazando la occidentalización forzada desde arriba. Lo mismo que vimos en Irán en 1979, pasa ahora en Turquía.
Esta semana hubo un episodio elocuente. La revista LeMan, que hace sátira política, publicó una viñeta en la que aparece un hombre con alas y aureola que dice “La paz sea contigo, soy Mohammed”, adaptación moderna de Mahoma, figura sagrada que según el islam transcribió en el Corán la palabra de Dios. La revista dijo que era solo un personaje llamado así, no una representación del profeta. Pero de poco importó. El dibujo fue suficiente para que arrestaran al caricaturista y al editor, y se iniciara un proceso judicial por “insulto a los valores religiosos”. Hubo que mandar a la policía para evitar que una turba incendiara la redacción. Esto no pasó en Afganistán. Pasó en Estambul, una ciudad que tiene la mitad de su territorio en Europa y que fue capital del Imperio Romano de Oriente.
En 2015, esa misma revista se había solidarizado con Charlie Hebdo, la publicación satírica francesa que sufrió un atentado terrorista que terminó con 12 personas asesinadas en París. Como LeMan, también había publicado caricaturas de Mahoma. Es que tras décadas de migración masiva, lo que pasa en Oriente Medio se reproduce en Europa. Con la ayuda de líderes políticos e intelectuales que viven en una realidad paralela. Porque mientras ocurren estas cosas, el debate hoy en Francia es si el aire acondicionado es de extrema derecha.
Esto en medio de una ola de calor sin precedentes, con temperaturas que llegaron hasta los 41°C y obligaron a cerrar escuelas, restringir actividades laborales e intensificar la atención en hospitales. Solo el 25% de los hogares cuenta con aire acondicionado —contra el 90% en Estados Unidos— y persiste una mirada cultural que lo considera un lujo innecesario que además es perjudicial para el ambiente. Frente a este prejuicio, Marine Le Pen, líder de la extrema derecha y dirigente más votada del país, propuso un “gran plan de climatización” para equipar con aire acondicionado a escuelas, hospitales y geriátricos. “El aire acondicionado salva vidas”, argumentó. Mientras los funcionarios disfrutan de oficinas refrigeradas, los trabajadores y pacientes en servicios públicos se exponen a condiciones insostenibles.
La reacción del gobierno fue inmediata. La ministra de Medio Ambiente, Agnès Pannier-Runacher, descalificó la propuesta por “incompetente” y sostuvo que la climatización generalizada solo agravaría el calentamiento global. Junto al primer ministro, propuso limitar el uso del aire acondicionado a los casos estrictamente necesarios, promoviendo en cambio mejoras en el aislamiento térmico, más vegetación urbana y persianas externas para bajar la temperatura interior. El mensaje de fondo: más ventilación y menos motores.
Lo llamativo no es solo el contenido del debate, sino el hecho de que la izquierda y el oficialismo le hayan entregado el sentido común a la extrema derecha. En un país con alertas rojas, servicios colapsados y muertos por calor, discutir si el aire acondicionado es ultra o neonazi parece más propio de una sátira que de un país serio.
En ese mismo desasosiego se encuentra Estados Unidos. La semana comenzó con la impactante definición de las primarias demócratas para la alcaldía de Nueva York. El ganador fue Zohran Mamdani, de 33 años, nacido en Uganda y musulmán devoto. ¿Quién es? Un extremista de izquierda que se define como socialista, anhela la expropiación de los medios de producción, propone la estatización masiva de viviendas, precios regulados y hasta supermercados estatales. Pero no es solo eso.
Mamdani llamó a “globalizar la intifada”, apoyó organizaciones que mandaban plata a Hamas y tiene una clara afinidad con el extremismo islámico. Es la personificación de esta extraña alianza entre la extrema izquierda occidental y el islamismo más radical. Dos movimientos que, en teoría, no tienen nada en común —uno promueve los derechos LGBT, el otro los persigue—, pero que se encuentran en el odio común a Israel, a Estados Unidos y a Occidente.
¿Ganó porque lo votaron los inmigrantes? No. Le fue mejor en los barrios blancos, ricos y con alto nivel educativo. Las élites de Occidente, las más instruidas, son las que votan a líderes que desprecian los valores que los formaron. Esa es la paradoja. Y esa es la crisis de identidad cada vez más evidente.
Esta semana se publicó una encuesta que la ratifica. Desde hace años, Gallup pregunta a los estadounidenses si se sienten orgullosos de serlo. En 2001, el 90% de los republicanos y el 84% de los demócratas respondían que sí. Hoy el 92% de los republicanos responde que sí. Pero entre los demócratas solo el 36% se siente orgulloso de ser estadounidense. ¿Cómo no iba a ganar alguien como Mamdani, que está abiertamente en contra de todo lo que representa Estados Unidos?
Esa es la mayor diferencia con las sociedades orientales, donde hay una identidad muy definida. Desde este lado del mundo podrá parecer aberrante, pero a ellos les funciona. Una sociedad que no sabe quién es, que no puede establecer con claridad qué valores la definen, no tiene cómo defenderse de las amenazas que enfrenta. Por lo tanto, no tiene cómo perdurar.